lunes, 11 de abril de 2011

Tú.

Todos sabemos como acaba esto. Tú tal vez no. Pero yo sí. Porque no eres el primero ni serás, lamentablemente el último. Porque me conozco y sé que yo soy así. No soy animal de costumbres, aunque no podría vivir sin ellas. Pero me cansan. Me agobia levantarme cuando me dicen, y no cuando he dejado de tener sueño. No me gusta comer cuando no tengo hambre solo porque un reloj dice que es la hora. Soy caótica en todos y cada uno de los sentidos que puedas encontrarle a esa palabra. Nunca me gustaron las generalizaciones, porque no nos hacen justicia, ni a ti ni a mí. Tampoco me gustan las descripciones elogiosas. No soy perfecta. Ni muchísimo menos. Soy terriblemente cabezota, pero encontrarás en mí la compañera más fiel si logras mantener la emoción, y la motivación. Soy indecisa e insegura, pero te prometo que no dudaré en gritar por lo que creo, y que no dudaré en luchar si la causa merece la pena. Odio el orden en todas sus formas, y a la vez soy maniáticamente perfeccionista en algunas ocasiones. Puedo tirarme horas enteras delante de un papel imaginándome la película que los trazos de mi lápiz protagonizarían sobre él, y olvidarme del resto del mundo, que tras la puerta, grita y golpea la madera que me separa del mundo. Puedo quererte ahora, abrazarte y jurarte que eres mi vida, (y créeme que si lo digo será verdad), y mañana preferir verte de lejos, y evaluar la situación con calma. Seguir queriéndote, eso siempre, pero desde lejos, viendo las cosas con otra perspectiva. Puedo estar apagada hoy y que mañana sea el mejor día de mi vida. Y es que como dijo alguien a quien quiero, tardo 20 jodidos segundos en cambiar de estado de ánimo. Aunque suene tonto, puedo comerme una tableta de chocolate ahora, y aborrecerlo y sentir nauseas con sólo verlo mañana. Odio que mi corazón se anticipe a mi razón, y sin embargo amo dejarme llevar por mis impulsos, aunque luego me traigan de cabeza y me compliquen (aún más) esta mierda de vida que en el fondo adoro vivir. Y es que yo soy de esas que prefieren romper las cosas antes de que caigan por su propio peso, porque, no sé si lo entenderás, pero me cuesta menos recoger los añicos de mis destrozos, que recoger los de mi corazón cuando otros lo destrozan. Y si, tienes razón, a veces soy yo quien, movida por mi afán de destrucción, acabo con los demás. Pero hazme caso si te digo que me rompería mil veces la espalda antes que ver sufrir a la gente que quiero. Que por cada lágrima que vaya a llorar esa persona, yo me habré desangrado mil veces.

Pero se como soy. Sé que soy y genero caos. Allá dónde vaya. Y si te vienes, tendrá que ser con mis reglas. Con mis consecuencias. Esto puede salir bien, de momento, aún no es tarde. Sé que depende de mí. Pero también depende de ti. De si serás o no capaz de aceptarme tal cual soy. De si lograrás entender que si te digo que no me pasa nada, y los dos sabemos que miento, es porque no encuentro las palabras para explicarte que necesito mi espacio, pero eso no significa ni mucho menos que no quiero tenerte ahí. Sí, yo aceptaré tus reglas. Te regalaré caricias cuando las pidas, y sonrisas cuando no lo hagas. Te diré que te quiero cada vez que lo sienta dentro del pecho. Porque soy poco amiga de las frases vacías. Y porque cuando quiero, me dejo la piel en ello. Ya me da igual si sale bien o no, no ganaré si no arriesgo, y lo sé, lo he aprendido. Y espero aprender mil cosas más a tu lado. Y si me sigues el ritmo, llegaremos hasta lugares en los que nadie estuvo nunca. Aunque tal vez sea yo la que no aguante tu ritmo y me pare. Sea como sea, solo el tiempo lo dirá.

Y mientras pasa, para dejar que lo haga a su ritmo, me perderé otra vez en esos ojos azules, naranjas y verdes que me enamoraron, y lo siguen haciendo.

domingo, 10 de abril de 2011

Recuerdos

El otro día encontré una foto tuya.

Frágil, arrugada. Apoyada en el bastón como solías. Y mirando a la cámara con esa mirada llena de sabiduría. Esa mirada en la que se podía leer lo perra que la vida había sido contigo. Pero sonreías.

¿Sabes? Ella era pequeña. Pero recuerda aquellas tardes, en casa de tu hija, cuando merendabais todas en el salón y tú lass dabas flan. O yogur. O lo que fuera.

Recuerdo cuando hablabas y nadie te escuchaba.

Recuerdo el día en que todo cambió. Cuando mamá la dijo que estabas en el hospital. Y lloró. Lloró porque tú nunca habías estado mala. Porque no lo entendía.

Fueron meses malos. Tú cambiabas de habitación, de médico, de hospital. Pero el diagnóstico era el mismo. Nadie daba nada por tu vida.

Y al final, te mandaron a casa. Ya no podían hacer nada más por ti. La niña recuerda a aquellos hombres entrando semanalmente en casa para dejar esas bombonas de oxígeno que te mantenían con vida. Te recuerda en la cama, acostada, sin saber qué día era. Despertar y pensar que era hoy. Volver a dormir, y al despertar creer que era mañana. Y solo pasaban dos horas.

Recuerda cómo se la partía el corazón cuando llorando decías que querías irte. Que eras una carga. Que allá te esperaban tu marido, tus amigos. Que ya no querías seguir así. Día tras día en una silla de ruedas. De la cama al sofá del sofá a la cama. Viviendo en una rutina de la que querías escapar.

Ver como tu hija envejecía dos años cada día nos hacía daño a todos, a ti la primera. Ver que tenía que cuidar de ti. Tú no querías eso. Siempre fuiste una mujer independiente. Fuerte. Incluso a esa niña pequeña la impresionaba verte ahora recostada y frágil.

Hasta que una noche, sonó el teléfono a las cuatro de la mañana, y la niña se despertó. No se atrevió a moverse, pero escuchó atenta como su madre se levantaba hacia el teléfono. Como su padre acudía a su lado. Escucho la conversación. Tensa al principio para acabar dando paso a los sollozos, que a su vez, se convirtieron en lágrimas protagonistas de un llanto desesperado. Y mientras, la niña, en su cuarto, lloraba también, porque sabía lo que quería decir esa llamada. Intentaba hacerlo en silencio, pero no pudo. Se abrió la puerta y su padre cogiéndola las manos, la contó que te habías ido a un sitio en el que ibas a estar mucho mejor. La niña lloró más aún. ¿Cómo ibas a estar mejor lejos de los que te querían? Decidió que no podía cree en un Dios que permitiera eso.

Pasaron los meses, la tristeza dio paso a la añoranza. Pero los sueños de la niña seguían estando poblados por tu cara. Te veía en cada mesa, sentada con todos. Te olía en la cama en la que solías dormir. Te extrañaba en cada silencio. Echaba de menos tus consejos, y las historias de antes de dormir. Te seguía queriendo.

Y hoy, nueve años más tarde, la misma niña te echa de menos, y aún llora.

Y te quiere.

Te quiero