El otro día encontré una foto tuya.
Frágil, arrugada. Apoyada en el bastón como solías. Y mirando a la cámara con esa mirada llena de sabiduría. Esa mirada en la que se podía leer lo perra que la vida había sido contigo. Pero sonreías.
¿Sabes? Ella era pequeña. Pero recuerda aquellas tardes, en casa de tu hija, cuando merendabais todas en el salón y tú lass dabas flan. O yogur. O lo que fuera.
Recuerdo cuando hablabas y nadie te escuchaba.
Recuerdo el día en que todo cambió. Cuando mamá la dijo que estabas en el hospital. Y lloró. Lloró porque tú nunca habías estado mala. Porque no lo entendía.
Fueron meses malos. Tú cambiabas de habitación, de médico, de hospital. Pero el diagnóstico era el mismo. Nadie daba nada por tu vida.
Y al final, te mandaron a casa. Ya no podían hacer nada más por ti. La niña recuerda a aquellos hombres entrando semanalmente en casa para dejar esas bombonas de oxígeno que te mantenían con vida. Te recuerda en la cama, acostada, sin saber qué día era. Despertar y pensar que era hoy. Volver a dormir, y al despertar creer que era mañana. Y solo pasaban dos horas.
Recuerda cómo se la partía el corazón cuando llorando decías que querías irte. Que eras una carga. Que allá te esperaban tu marido, tus amigos. Que ya no querías seguir así. Día tras día en una silla de ruedas. De la cama al sofá del sofá a la cama. Viviendo en una rutina de la que querías escapar.
Ver como tu hija envejecía dos años cada día nos hacía daño a todos, a ti la primera. Ver que tenía que cuidar de ti. Tú no querías eso. Siempre fuiste una mujer independiente. Fuerte. Incluso a esa niña pequeña la impresionaba verte ahora recostada y frágil.
Hasta que una noche, sonó el teléfono a las cuatro de la mañana, y la niña se despertó. No se atrevió a moverse, pero escuchó atenta como su madre se levantaba hacia el teléfono. Como su padre acudía a su lado. Escucho la conversación. Tensa al principio para acabar dando paso a los sollozos, que a su vez, se convirtieron en lágrimas protagonistas de un llanto desesperado. Y mientras, la niña, en su cuarto, lloraba también, porque sabía lo que quería decir esa llamada. Intentaba hacerlo en silencio, pero no pudo. Se abrió la puerta y su padre cogiéndola las manos, la contó que te habías ido a un sitio en el que ibas a estar mucho mejor. La niña lloró más aún. ¿Cómo ibas a estar mejor lejos de los que te querían? Decidió que no podía cree en un Dios que permitiera eso.
Pasaron los meses, la tristeza dio paso a la añoranza. Pero los sueños de la niña seguían estando poblados por tu cara. Te veía en cada mesa, sentada con todos. Te olía en la cama en la que solías dormir. Te extrañaba en cada silencio. Echaba de menos tus consejos, y las historias de antes de dormir. Te seguía queriendo.
Y hoy, nueve años más tarde, la misma niña te echa de menos, y aún llora.
Y te quiere.
Te quiero
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