martes, 12 de julio de 2011

Manzanos, cerezos, y otros seres.

Había una vez un niño que vivía en una casa con un precioso jardín. Había miles de árboles en ese jardín, pero él tenía uno predilecto. Se trataba de un hermoso manzano. Al niño le encantaba tumbarse horas y horas a su sombra.

Se aprendió de memoria el ciclo vital del árbol: cuando se le caían las hojas, cuando le volvían a crecer, cuando le salían las primeras flores, y cuando éstas se convertían en fruto. Siempre tenía un rato para sentarse debajo de aquel manzano. Se sentía seguro allí. Cuando algún problema amenazaba con hacerse demasiado fuerte en su interior, se lo contaba al manzano. Tenía la sensación que lo entendía. Le hizo mil fotografías. Lo pintó durante horas, recreándose en el verde de sus hojas, en la perfección de su tronco. Todo en aquel árbol le parecía hermoso. No podía estar un solo día sin pasar tiempo junto a él, sin sentarse bajo sus ramas, daba igual si llovía, nevaba o brillaba el sol. Fueron pasando así los años, mientras árbol y niño crecían.

Y no había día que el niño violara ese pacto no escrito de visitar a su árbol. Había aprendido a cuidarlo. Le podaba las ramas que no le dejaban crecer. Lo regaba cuando lo necesitaba. Mantenía alejadas a las plagas de él. Cuidaba de el con más mimo que el más entregado de los jardineros. Hasta que un día, al levantarse, corrió, como de costumbre, a verlo, pero al llegar, no lo encontró. Lo buscó por todo el jardín, por si se había confundido de sitio, aunque sabía de sobra que no. Encontró al jardinero que se ocupaba del jardín, y le preguntó por su árbol. El jardinero le dijo que habían tenido que arrancarlo de raíz a causa de alguna extraña enfermedad que el niño no entendió.

Lloró al ver que lo había perdido. Sintió la mayor de las impotencias, al ver que nada de lo que había echo había servido. Pensó en todos los momentos que había pasado con su árbol. Dejo de salir al jardín. Se encerró en su habitación, y cerró las persianas para no ver al resto de arboles, que con su sola presencia parecían burlarse de la ausencia de su árbol.

Pasaron los años, y cierto día, el niño volvió al jardín. Descubrió que en el lugar en el que antes estaba su árbol, alguien había plantado un cerezo. Se descubrió a si mismo admirando la belleza del cerezo. Empezó a bajar al jardín más a menudo, y se sentaba a la sombra que el pequeño cerezo daba, recordando la sombra que daba su manzano. Admiraba la belleza de sus flores, y la fragilidad con la que caían sus pétalos cuando el viento los arrancaba con la misma devoción con que antaño miraba el verde de las hojas de su árbol. Quiso cuidar de él, como antaño había cuidado del manzano. Busco al jardinero, y se lo hizo saber.

El jardinero le dijo:
-Este cerezo es importante para mi. Yo lo cuido, y él responde a mis cuidados. No quiero que seas tú quien lo cuide exclusivamente, pero si tanto significa para ti, te dejaré encargarte de él algunos días.
- ¡No es justo! - Replicó el niño. - Me gusta este cerezo, y quiero cuidarlo. No quiero ser un simple ayudante, o un sustituto.
- Vaya, es curioso que no quieras ser un sustituto.- Murmuró pensativo el jardinero.
- ¿Qué quiere decir eso?
- Oh, simplemente pensaba en como estás utilizando a este cerezo como forma de mantener vivo el recuerdo de tu manzano.

Y dicho esto, el jardinero se alejó

lunes, 11 de julio de 2011

Inspiración.

A veces se marcha, sin venir a cuento. Se marcha y me deja en bancarrota de palabras. Se va. Y la da igual que la eche de menos. No la importa. No vuelve aunque llore, aunque me vea vagar sin rumbo. Desaparece. A veces la comparo con una gata. Cariñosa y cercana a veces, pero tan distante e independiente otras. Supongo que ese es el sino de todos los que la deseamos. Tenerla cuando ella quiere, extrañarla cuando se va. Rendirnos a sus deseos, y ser esclavos de su capricho.
Estará en otros labios ahora. Lo sé. No puedo evitar sentir celos. Ella, en otros dedos, y yo, en la soledad, deseando que vuelva. Se que es inútil buscarla. Nadie nunca la ha encontrado si ella no quiere que lo hagan. Sé dónde puede estar, por supuesto. Ha seducido a muchos a lo largo de los siglos. A unos en el tiempo que dura un beso. A otros en una noche de luna llena. Ha aparecido en el ronco vaivén de las olas de un mar. En las lágrimas de un poeta. Ha estado siempre cerca de las risas más sinceras, de los dolores más duros.
Y aunque se que es inútil esperar a que regrese, lo hago. Porque se que no puedo vivir sin ella. Y la espero, sin miedo, porque se que tarde o temprano volverá. Porque sabe que la necesito. Y se que regresará y hará que me levante de la cama y sonría. Que volverá a llenar el vacío que dejó al marcharse. Que todo parecerá ir mejor si está conmigo, porque incluso los problemas serán bellos con ella.
Y sé que se irá después. Otra vez, sin avisar, como la amante infiel que es. Y sé que me quedaré aquí, esperándola, como el poeta enamorado de ella que probablemente fui.